Se ha dicho que el
primer paso que debe dar un estudiante (de Filosofía Práctica) es renunciar a
las “vanidades del mundo”.
Esto no significa,
necesariamente, que deba romper sus lazos familiares, desatender sus medios de
subsistencia, evitar la sociedad de los demás, convertirse en un misántropo y
retirarse a una cueva en la selva para entretenerse allí con las morbosas
fantasías de su imaginación y estar de continuo codiciando internamente los
mismos objetos a los que ha pretendido renunciar y abandonar externamente.
El aspirante puede
vivir en el mundo y, sin embargo, no ha de ser del mundo. Su cuerpo y su mente
pueden estar más o menos ocupados en los asuntos de la vida cotidiana y él
puede, al mismo tiempo, estar ejercitando sus facultades espirituales. Puede
estar personalmente en el mundo y, no obstante, remontarse espiritualmente por
encima de él.
Todo ser humano
posee, además de su cuerpo físico, dos juegos de facultades: intelectuales y
espirituales. Los poderes de estas facultades están correlacionados y
entretejidos. Si se usan solamente los poderes intelectuales en el plano físico
para fines materiales, uno se vuelve más egoísta y materialista; está
concentrando sus poderes en un pequeño foco que representa su “personalidad” y,
cuanto más los concentra, más reducido será ese foco. Como consecuencia, esa
persona se volverá mezquina y egoísta y perderá la visión de la Unidad , de la cual será apenas una parte infinitesimal e insignificante.
Por otra parte, si
intenta enviar prematuramente su espíritu a las regiones de lo desconocido, sin
haber desarrollado y ensanchado suficientemente su intelecto para que actúe
como una base firme sobre la cual apoyar su espiritualidad, vagará como una
sombra a través de los campos de lo infinito. Quizás contemple cosas
espirituales, pero no será capaz de entenderlas. Se convertirá en una persona
nada práctica, en un fanático supersticioso y en un soñador.
El crecimiento
demasiado rápido en una sola dirección, con exclusión del crecimiento
correspondiente en la otra, va en detrimento del verdadero progreso. Por tanto
es necesario discernir adecuadamente los poderes, tanto intelectuales como
espirituales, y desarrollarlos en la correcta proporción.
“Renunciar al
mundo” no significa mirar con desdén los adelantos de la ciencia, ignorar las
matemáticas o la filosofía, dejar de interesarse por el progreso humano, evitar
los deberes correspondientes a la esfera en que hemos nacido, o descuidar nuestro
ambiente. “Renunciar al mundo” es renunciar al egoísmo, a la egolatría, a lo
que Edwin Arnold, en su libro “La Luz de Asia”, llama “el
pecado del yo”: “El pecado del yo es el de aquel que ve su preciado rostro
reflejado en el universo como en un espejo y exclama: ¡Que el mundo entero se
exalte y que todo perezca, para que sólo yo sea eterno!”.
La renuncia al
egoísmo va necesariamente acompañada del crecimiento espiritual. Por tanto, uno
de los primeros deberes que tiene que cumplir el estudiante de Filosofía Práctica es despojar su mente de la idea de
un yo personal, empezar a darle menos importancia a las cosas y a los
sentimientos personales. Debe olvidarse de sí mismo. No debe ver su existencia
como la de una entidad permanente que ni cambia ni puede cambiar, solitaria en
medio de otras entidades también aisladas y que vive separada de ellas por una
concha impermeable. Él mismo debe
considerarse como una parte integral de un poder infinito que abarca el
universo y cuyas fuerzas están concentradas en el cuerpo que él está habitando
temporalmente. En ese cuerpo confluyen continuamente, y también de él
irradian incesantemente, los rayos de la esfera infinita de Luz, cuya
circunferencia no está en ninguna parte y cuyo centro está por doquier.
(…) Si el modo de
ver al hombre en sus tres aspectos –físico, intelectual y espiritual– es
correcto, entonces vemos que la existencia y la actividad del ser humano no
están en absoluto limitadas a los confines de su cuerpo material, sino que
deben extenderse a través de todo el espacio. Al terminar su evolución cíclica,
el hombre iluminará todo el espacio, tal como ahora él es iluminado por los
rayos espirituales del universo, hasta una extensión proporcional a su
capacidad para atraer y recibir esa Luz.
El hombre es un
centro de fuerzas en el cual convergen los rayos del universo. En ese centro
comienza la labor de la ilusión, y a ese centro queda confinada. Los efectos se
toman equivocadamente por las causas y las apariencias se toman por realidades.
La mente se goza en deleites que son provocados por ciertas causas que producen
alucinaciones, y alimentan deseos por cosas para las cuales no existe necesidad
real. Tal como los rayos solares son reflejados desde la pulida superficie de
un insignificante pedrusco, o desde la concha de una ostra, produciendo los
múltiples tintes del arco iris que danzan y brillan en diversas tonalidades
mientras están expuestos al sol, de la misma manera los rayos procedentes del
mundo objetivo fluyen a través de nuestros sentidos, reflejan sus imágenes
sobre el espejo de nuestra mente creando en ella fantasías y quimeras,
ilusiones y deseos, y llenando la mente con los productos de su propia
imaginación.
El primer deber de
un verdadero filósofo es discernir entre lo que es real y lo que es irreal;
distinguir entre lo verdadero y lo falso por medio de la Luz
divina del espíritu. Así, cumpliendo este deber, descubrirá que el amor a sí
mismo es ilusorio; que no existe un yo real y permanente, ni existencia
individual alguna excepto aquella que abarca en sí a toda la humanidad, y
cuando el filósofo entienda plenamente esta idea de la Unidad y esté dispuesto a dejar que muera y desaparezca su “personalidad”,
entonces la Luz eterna de la conciencia espiritual habrá empezado a alborear en él y
habrá comenzado su inmortalidad como forma integral e individual del espíritu
universal.
(…) El espíritu es
el mismo en el arco descendente que en el ascendente y es siempre el mismo en
cada “individuo”. Pero al ir ascendiendo, cada rayo suyo queda dotado con un
tono diferente que le imparte la “personalidad” de cada “individuo” con las
partes superiores del quinto principio, Manas. Cuanto más intelecto se haya
desarrollado, más intelecto habrá para acompañar al espíritu en su vuelo
ascendente, y para impartirle un tono o carácter más distintivo. Pero si el
desenvolvimiento del intelecto se ha retardado, o bien si el intelecto que se
ha desarrollado se ha aplicado a propósitos materiales o “personales”, menos
intelecto habrá para combinarlo con el rayo espiritual, y el espíritu puro
seguirá proporcionalmente carente de Inteligencia y desprovisto de poder
activo. Entonces se verá compelido a volver a la tierra para atraer hacia él
una nueva combinación de Manas, pues debe regresar a su estado original.
Cuanto más se
desarrolla y se expande el intelecto, más queda establecido sobre una base
firme el estado espiritual, la conciencia espiritual, hasta que el espíritu,
investido con los atributos divinos de Sabiduría y Amor, penetra en el océano
infinito del universo y abarca en su potencialidad el Todo.
Comienza entonces
a manifestarse un cambio muy importante en la mente del aspirante que ha
alcanzado este grado de desarrollo. Ese cambio consiste en que ve su propia
“personalidad” como de poca importancia. Pero no es sólo su propia
“personalidad” la que ahora aparece ante él bajo esa luz sino también cualquier
otra “personalidad”. A todas las ve proporcionalmente insignificantes y
pequeñas. El hombre le parece tan sólo como la “centralización” de una idea. La
humanidad en general le parece como los granos de arena en las playas del
océano infinito. Fortuna, amor, lujo, etc. asumen en su concepto la poca
importancia de pompas de jabón, y no vacilan en renunciar a todas ellas como
juguetes infantiles.
Pero a semejante
renunciación no se la puede llamar sacrificio, pues los niños y las niñas no
“sacrifican” sus caballos de cartón y sus muñecas sino que, simplemente, ya no
los quieren más. Ellos buscan algo más útil, en proporción a la expansión de su
mente. Y a medida que el espíritu del hombre se expande, las cosas a su
alrededor, e incluso el planeta en que vive, le parecen pequeñas, como un
paisaje en lontananza que se contempla desde una elevada cima. Al mismo tiempo,
su concepción del infinito que le rodea se hace más grandiosa y asume una forma
gigantesca.
El sentimiento
producido por semejante expansión de la mente es verdadera contemplación, y en
un grado potencializado se llama “éxtasis”. Esta expansión de nuestra
conciencia “nos desliga de nuestro país y de nuestro hogar”, haciéndonos
ciudadanos del universo; nos eleva desde los estrechos confines de lo que nos
parecía real, al campo ilimitado de lo Ideal. Y liberando al hombre de la
cárcel de arcilla mortal, lo conduce al sublime esplendor de la Vida Eterna y Universal.
Pero “el espejo
del alma no puede reflejar, simultáneamente, la tierra y el cielo; mientras la
una se desvanece de la superficie, el otro se refleja en sus profundidades”.
¿Cómo puede lograrse esta gran renunciación al yo y esta expansión del espíritu?
Hay una palabra
mágica que es la clave de todos los misterios, que abre los lugares donde están
ocultos los tesoros espirituales, intelectuales y materiales, y con la cual
obtenemos poderío sobre lo visible y lo invisible. Esa palabra es DETERMINACIÓN.
Si deseamos cumplir un gran objetivo debemos aprender a concentrar en él todos
nuestros deseos.
Sea cual fuere el
objetivo, bueno o malo, el efecto, es proporcional a la causa que lo genera.
El poder de la
voluntad es infinito, pero sólo puede ponerse en acción por una determinación
firme y resuelta y con fijeza de propósito. Una voluntad vacilante no consigue
nada. Aquel a quien le tiembla el corazón con temor abyecto para abandonar sus
viejos hábitos e inclinaciones, aquel que tiene miedo a luchar contra sus
pasiones y dominarlas, aquel que es esclavo de su yo personal y se aferra con
cobarde ansiedad a los hechizos de la vida, no puede lograr nada.
No son los vicios
los que se adhieren al hombre, sino el hombre el que se aferra a ellos y teme
soltarlos, ya sea porque sobreestima el valor y utilidad que tienen, o quizás
porque se imagina que al soltarse de ellos su yo ilusorio puede ser precipitado
a la infinita nada y hacerse añicos contra las rocas que en su fantasía ve
abajo. Sólo aquél que está dispuesto a ver morir su “personalidad” puede vivir,
y sólo cuando los sentimientos y deseos personales quedan inertes, puede el
hombre volverse inmortal.
¿Cómo puede ser
capaz de dirigir a otros aquél que no tiene el poder de dirigirse a sí mismo?
Un esclavo que quiera volverse amo debe antes liberarse. Y la libertad se
adquiere solamente con determinación, con voluntad puesta en acción. El Adepto
no es hechura de otros, sino que debe convertirse en Adepto por su propio
esfuerzo. El que se hunde en las profundidades de la tierra pierde de vista el
sol; el que se hunde en la materia no puede percibir el espíritu. El que está
apegado a ideas y opiniones falsas no puede contemplar la Verdad.
Las ideas y
opiniones viejas van endureciéndose. Han crecido con nosotros, nos hemos
apegado a ellas, y es tan doloroso verlas morir como perder un amigo o un
pariente muy querido. Son a menudo como nuestros propios hijos. Las hemos
engendrado o adoptado; las hemos criado, alimentado y enseñado; han sido
nuestras compañeras de años, y nos parece cruel y sacrílego despedirlas. Claman
por nuestra misericordia, y cuando las hemos despedido vuelven otra vez
solicitando hospitalidad y reclaman derechos. Pero podremos desembarazarnos de
ellas fácilmente si llamamos en nuestro auxilio a ese poderoso genio cuyo
nombre es Determinación. Este genio pondrá en acción la Voluntad , y la
Voluntad es un potente gigante libre de
sentimentalismo, que una vez que entra en acción se vuelve irresistible.
Publicado en “The Theosophist”, 1884
(Para facilitar la comprensión del texto, hemos sustituido Teosofía
Práctica por Filosofía Práctica y teósofo por filósofo).
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