Llegamos así, de sublimidad en sublimidad, a la incomparable Novena Sinfonía, cuyo juicio resumió Wagner con estas solas palabras: «Somos tan ingenuos que continuamos escribiendo Sinfonías, sin darnos cuenta de que la última hace tiempo que fue escrita». Sin el precedente, en efecto, de día, de la Misa en Re y de los últimos cuartetos; las más colosales obras de Wagner, tales como el Parsifal y la Tetralogía, acaso no habrían llegado a ser lo que por ellos fueron. De la composición de aquella, al decir de los biógrafos, salió Beethoven como transfigurado y rejuvenecido: ¡había bebido en la copa de los dioses el sagrado licor del Soma, que da la inmortalidad y derecho a un puesto en el «Banquete» de los héroes de la Walhalla!..... Es de interés para el propósito fundamental de este libro el que se nos permita detenernos un momento acerca de la génesis literario-musical de la última Sinfonía beethoveniana. Ya dijimos en el capítulo anterior al hablar de Weber y de la literatura romántica (El Autor se refiere a otro capítulo de su obra El Drama lírico de Wagner y los Misterios de la Antigüedad. N. del E.) que Federico Schiller, el Goethe de los humildes, de los atormentados, el precursor de Heine, había ejercido siempre con sus misteriosas poesías dulces, gran influencia en la mente de Beethoven. «Quien, después de haber oído una de las sinfonías de éste, lee las cartas de Schiller sobre la educación estética, dice Lickefett, reconocerá que el idealismo alemán jamás tomó tan alto y temerario vuelo como en aquellas obras». (Lickefett “El Teatro de Schiller”, tesis doctoral). El músico supo enlazar con el poeta, su destino y del consorcio de dos artes tan supremas ha surgido El Himno de la Humanidad, que es como siempre debería llamarse la letra y la música de la Novena Sinfonía. Pero hay mucho que anotar respecto de ella que aún no se ha dicho, preocupados los escritores y el público sólo por la sublimidad de la partitura. «En 1784, añade Lickefett, entabló Schiller estrecha amistad con cuatro admiradores suyos: Koerner, padre del que luego fue célebre bardo de la guerra de la independencia; Huber y sus dos compañeras las hermanas Stock, residentes en Leipzig, y aceptando su hospitalidad generosa, abandonó el poeta para siempre a Manhein, pueblo donde le amargaron la vida multitud de contrariedades y apremios pecuniarios, como luego a Wagner. A los pocos días se hallaba ya Schiller en el mejor de los mundos, al lado de sus nuevos amigos, en medio de la más santa y franca de las intimidades que pueden hacer que el hombre bendiga a la Humanidad de que forma ínfima parte, en lugar de maldecirla. La generosidad y amor de aquellos hombres, en efecto, alejaron del poeta los bajos cuidados todos de la existencia, dejándole vivir en el puro cielo de su excelso espíritu durante aquellos los más tranquilos años de su vida, cual no los había experimentado el infeliz ni aún en su propia infancia. Este calor fraternal, esta amistad santa, esta disposición de ánimo hacia cuanto hay de verdaderamente humano y no animal en el hombre, inspiraron, pues, al noble Schiller las estrofas inmortales de su himno «A la alegría» (An die Freude), himno cuyo verdadero título es «A la Voluptuosidad» en el más purísimo, trascendente y originario sentido de la palabra: no en el degradado que tiempos posteriores la diesen. No es indiferente este serio asunto: Voluptuosidad en lengua latina es más que alegría ordinaria, pues que es alegría trascendente y pura, voluptuosidad en lengua romance es algo bajo, casi obsceno... La primera es alimento de los dioses y de los grandes místicos, pues que equivale a éxtasis, amor trascendente, deliquio divino; la segunda es indigna hasta de los hombres..... pues conviene no olvidar nunca, tratándose de asuntos elevados, que en todas cuantas palabras de las lenguas neolatinas se hace referencia a los incomprendidos conceptos filosóficos de la antigüedad sabia, ha sido vuelto sencillamente del revés su primitivo significado, para hacer verdadero aquel profundo aserto hermético de Blavatsky de que «los dioses de nuestros padres son nuestros demonios». Es decir que respecto a tales palabras, si bien se ha conservado el cuerpo, o sea la forma, yace perdido del modo más lastimoso el espíritu. Por eso todas las palabras neolatinas de dicha índole filosófica, como hijas que son de una lengua sabia perdida, cuyo espíritu se perdió también, son meros cadáveres y como tales cadáveres han de ser consideradas y reconstituidas en su significado original por el verdadero filósofo. Tal sucede con la palabra «voluptuosidad», «voluptuoso», y sus afines. (7). Con aquella primitiva significación trascendente tomada, la sublime oda de Schiller «An die Freude», «A la Voluptuosidad de dioses» el supuesto canto anodino de «a la alegría», adquiere desconocido vigor y un relieve excelso, cual sucede siempre cuando a los buenos aceros damasquinos se los limpia de la herrumbre de los siglos, porque aquella composición del mejor de los líricos alemanes parece un himno arrancado a los Vedas o a los Eddas sagrados, no siendo ya de extrañar, por tanto, el que Beethoven la tomase por tema de inspiración musical para la más ciclópea de sus obras, donde por vez primera en la historia del arte se hace elemento sinfónico a la voz humana, como prólogo verdad del moderno drama lírico wagneriano. Séanos, pues, permitido el glosar la divina oda, oda del éxtasis más legítimo, el éxtasis único del Amor a la Humanidad, así, con mayúsculas. - «Oh voluptuosidad, la más bella refulgencia divina, hija del Elíseo. Ebrios de emoción osamos penetrar en tu santuario cantando: - Tu mágico efluvio anuda los santos lazos que el trato social, despiadado y cruel, osara romper un día... ¡Todos los hombres son hermanos; todos son UNO bajo tu égida protectora!». Y el coro contesta: - ¡Miríadas de miríadas de seres que pobláis el mundo y pobláis sin duda los Cielos sin limites: facetas innúmeras de un solo, único e inconmensurable Logos, yo os estrecho contra mi corazón!... ¡Un inmenso abrazo para el Universo entero!: ¡Hermanos, hermanos míos, alegraos, todo se une y todo conspira al Santo Misterio, y aquí en nuestro ser y allá y doquiera tras la bóveda estrellada un Padre-Madre amante nos cobija a todos!.. ¡Qué todo cuanto pulula en el ámbito de la Tierra y del Espacio rinda su homenaje a la simpatía del gran misterio teleológico!... ¡Ella, en progreso sin fin, nos eleva hacia los astros PER ADSPERA AD ASTRA, donde existen sin duda mundos más excelsos!». . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Como Krishna, como Buddha, como Jesús, como la misma Revolución francesa, Schiller y Beethoven, unidos por el divino lazo de un arte sin fronteras, no han enarbolado otra bandera que la del dogma humano único: ¡LA FRATERNIDAD UNIVERSAL!
Rabindranath Tagore, el gran místico-poeta hindú que acaba de obtener el premio Nóbel de Literatura: «La lluvia cae mansamente; la noche ha cerrado por completo y nuestro espíritu sigue las palabras del Poeta»….. Tú ¡oh Beethoven! has bajado de tu solio y te has dignado llegar a la puerta de mi choza. Cuando tú me incitas a cantar, paréceme que el corazón me va a estallar dentro del pecho. Levanto los ojos hacia tu faz y lágrimas de placer-dolor obscurecen mis miradas. Todo cuanto hay de áspero y de disonante en mi vida se funde en suave armonía y mi adoración a lo Infinito despliega sus alas como un pájaro alegre y libre que tiende su vuelo por sobre el mar. Sé que tú te complaces en la mísera imitación que vanamente intento hacer de tu canto. Sé que son mis anhelos los que habrán de llevarme algún día a tu presencia. Con los bordes del ala desplegada de mi canto rozo humilde tus pies. ¡Ebrio de la alegría de cantar, me olvido de mí mismo y te llamo amigo, a ti que eres mi Señor!. La luz de tu música ilumina al mundo. El soplo viviente de tu música corre de un cielo a otro. La sagrada catarata de tu música se abre paso a través de los obstáculos de piedra y se continúa en impulso infinito. ¡Ah! Tú has cogido mi corazón en la red infinita de tu música!..... ¡Y, sin embargo, yo ignoro en verdad como cantas!. ¡Te escucho siempre en Silencio! . .
Por eso en su diario y en su testamento se ve al verdadero místico, es decir, al hombre religioso-científico, de espíritu gigante y trascendido sobre las impurezas de la vida. Cuando su sordera le ha aislado en absoluto de todo lo externo, «supera divinizado la región de las águilas, remonta los más altos cirrus y lanza desde la altura su canto de amor a la humanidad de los tiempos futuros: el himno inmortal a la Alegría trascendente, el más bello resplandor de los dioses» al par que escribe en su diario con la conformidad de un verdadero santo: «¡Resignación, resignación absoluta con tu suerte!. En adelante no vivirás para tí, sino para los demás. Desde ahora no hay más felicidad para tí que en tu arte: ¡Oh Divinidad, concédeme fuerza para vencerme a mi mismo!»… - «Ya nada me retiene a la vida!» - añade en otro lugar y, cual Cristo en el Monte de las Olivas, trata de apartar de su labio el amargo cáliz, y estampa: - «¡Oh, Dios socórreme!, ¡Tú ves mi alejamiento de los hombres!..., ¡No, mi infeliz situación nunca acabará!... No tengo otro medio de salvación que el de continuar en el mundo... Trabajando me elevaré a las alturas de mi arte: una sinfonía más, una tan sólo y, entonces, ¡fuera, fuera de tanta vulgaridad!»… ¿Qué más necesitaba Wagner que este viviente modelo para crear su Sigmundo y su Sigfredo y para hallar vibrantes las rebeldes notas del humano tema de la justificación?... Job mismo, en punto a resignación rebelde, si vale la paradoja, no llegó a más altura paciente que el creador de la Sinfonía. Como los ascetas del Tibet o de la Tebaida, vivió Beethoven, con cortos intervalos, aislado del mundo durante los diez últimos años de su vida. Nadie ignora la pasión que concibió entonces por la Naturaleza, pasión de la que tantas huellas ha dejado en sus obras, especialmente en su Pastoral o Sexta Sinfonía. Identificado con los vientos y las tempestades, eco fiel de las que eternamente agitaban su alma, escribe: «Mi reino está en el aire; mi alma vibra en los murmullos del viento», y se le ve permanecer fuera de lo que llamamos realidad, en plena soledad campestre, días enteros, y allí, bajo un abeto, cual Napoleón bajo el sauce de Santa Elena, o mejor aún, como el Buddha celeste bajo el Árbol del conocimiento, extático le sorprende el pincel de Kloeber, para legar a la posteridad el más genuino de los retratos del Maestro. El Drama lírico, que recibiese su apoteosis en Ricardo Wagner, su continuador y su discípulo, bajó del cielo con «inspiración sin igual de su prólogo la Novena Sinfonía. (5)
Mario Roso de Luna
fragmentos de Beethoven Teósofo
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