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Cartas de los Mahatmas-fragmentos

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miércoles, 29 de junio de 2016

COMENTARIOS SOBRE EL BANQUETE DE PLATON



COMENTARIOS SOBRE EL BANQUETE DE PLATON

El amor, en efecto, no es bello ni feo, bueno ni malo, sino un intermediario (ti metaxy) entre lo uno y lo otro (201, e; 202, a, b).  Por ello, no ha de considerársele, como hace la opinión común, como “un gran dios”, ya que no puede negársele a los dioses la belleza y la bondad.  No es, pues, un dios, pero tampoco un mortal, sino “un gran demoni” (daimon megas), es decir, nuevamente un metaxy, un intermediario entre los mortales y los dioses. Esta es la condición de los daimones: servir de enlace y comunicación entre los dioses y los hombres, llenando así el vacío que, en su defecto, habría entre ellos y contribuyendo de este modo a la unidad del todo de la realidad (202, e; 203, b).  (No será necesario recordar aquí el nexo esencial de estos conceptos con la significación del famoso demonio de Sócrates.)

Explica después Diotima el conocido mito del nacimiento de Eros, hijo de Poros (la Riqueza) y de Penia (la Pobreza), y concebido durante el festín olímpico con que los dioses celebraban el nacimiento de Afrodita (203, b, c). En cuanto hijo de Penia, Eros es indigente, y no es ni delicado ni bello, sino rudo, desaliñado y sin hogar, como un vagabundo.  Pero, en cuanto hijo de Poros, persigue sin descanso todo lo que es bello y bueno, es viril, acometedor, astuto, pródigo en invenciones y recursos; “pasa toda su vida filosofando”; es “brujo, mago, sofista” .  En virtud de esta doble herencia, tan pronto se le ve floreciente y vivaz como agostándose y muriendo, para renacer nuevamente con igual rapidez y pujanza; todo en él es dinamismo; los beneficios obtenidos con sus inagotables recursos tan pronto son adquiridos como dispendiados, de modo que nunca está en completa indigencia ni en completa opulencia (203, b; 203, e).  Esta condición medianera se manifiesta en toda su naturaleza y atributos.  Así, se halla en el punto medio entre la sabiduría y la ignorancia, lo cual caracteriza, justamente, a la actitud filosófica, al filósofo. “Porque ningún dios filosofa, ni desea llegar a ser sabio; pero tampoco los ignorantes filosofan ni desean hacerse sabios, pues la desdicha del ignorante consiste en que, no siendo, bello, bueno ni prudente, cree serlo cumplidamente; por tanto, no creyéndose desprovisto, no puede desear aquello que piensa no serle menester poseer” (204, a). No siendo, pues, los sabios, ni los ignorantes los que filosofan, es claro que sólo lo harán los intermedios entre ambos, y uno de ellos es el Amor. “Es, en efecto, necesario que el Amor sea filósofo”, pues como se ha dicho, anhela lo bello, y la sabiduría (sophia) está entre las cosas más bellas que existen. Todo este preludio lógico mítico viene a desembocar en la siguiente conclusión: el amor es la tendencia, anhelo o deseo de la posesión perpetua de lo bueno. 1°, el amor tiene como objeto propio lo que es bueno; 2°, no se ama lo bueno, sin más, sino su apropiación o posesión; 3°, no la posesión simpliciter, sino para siempre (206, a).  Con estas precisiones prepara Platón su definición central del amor:  afán de engendrar en la belleza, según el cuerpo y según el alma (206, b). Esta es, en efecto, la traducción de los anteriores conceptos a otros más próximos al núcleo esencial que se busca.  En todo hombre hay una fecundidad potencial –según el cuerpo y según el alma- que tiende a actualizarse, y esta tendencia se agudiza al llegar a cierta sazón de la vida. Ahora bien: dicha tendencia a engendrar no se puede realizar sino en lo bello, porque hay en ella algo de divino y entre lo feo y lo divino hay discordancia, mientras que existe concordancia entre lo divino y lo bello. En la fecundidad y en la procreación hay que ver también un carácter de inmortalidad en el ser mortal que es el hombre.  Pero la posesión perpetua del bien y el deseo de inmortalidad se enlazan de modo necesario. De ahí esta nueva conclusión: que el objeto del amor es también la inmortalidad (207 a). En el amor, la naturaleza mortal tiende a inmortalizarse, a perpetuarse, y esto sólo puede lograrlo mediante la generación. Y así ocurre, tanto en lo corpóreo como en lo espiritual; este sentido tiene desde la generación animal hasta el deseo de gloria imperecedera que guía al hombre en su múltiple actividad creadora. Pero la fecundidad del alma es muy superior a la del cuerpo, y se manifiesta, sobre todo, en obras de pensamiento, como son las de los poetas e inventores de toda especie, y sobresaliendo entre todas, en las del legislador (cuyas virtudes o facultades son “la prudencia y la justicia” –sofrosyne kai dikaiosyne-).  Las personas dotadas de esta fecundidad según el alma préndanse también de las almas bellas –más que de los cuerpos- y se esfuerzan por conducirlas hacia su máxima perfección, desarrollando en ellas todas sus posibilidades latentes (es la idea del amor como una paidea o actividad formativa) 

 Estos hijos –las obras del espíritu- son más amados y contribuyen a la inmortalidad mucho más que los de la carne. ¿Quién no pospondrá toda descendencia carnal a la que un Homero o un Hesíodo lograron en su obra? ¿A quién le han procurado sus hijos humanos una inmortalidad y una gloria comparables a las que a un Licurgo y a un Solón les deparó la creación de sus sabias instituciones?

En este punto sobreviene un nuevo giro estilístico, que corresponde a la culminación del tema.  Hasta ahora ha hablado Diotima –es decir, Sócrates; es decir, Platón- en tono más o menos llano y familiar (aunque ya su discurso ha tomado vuelo desde que comenzó a hablar de la fecundidad espiritual). Pero desde este momento empiezan a sonar palabras de alta tensión: “misterio”, “iniciación”, “revelación”. Este crescendo, con el que finaliza el discurso de Diotima, encuentra su cima en la revelación de lo bello en sí (autó to kalón), o, más literalmente, según la traducción propuesta igualmente por Zubiri, de lo bello mismo.

Hay, en efecto, una vía a seguir para llegar a la contemplación de “lo bello mismo”, un “camino recto”.  Pero el encontrarlo requiere una “iniciación”, pues las cosas superiores del amor son un “misterio”. Constituye esta iniciación un ascenso erótico, que se realiza a través de los siguientes grados:

Primero –e ínfimo-: el amor a la belleza corporal (que comprende dos momentos: amor a un cuerpo bello determinado y amor a la belleza corpórea en general).
Segundo: amor a la belleza de las almas, es decir, a la belleza moral (que encuentra su expresión en los quehaceres y en las reglas de conducta de los hombres).
Tercero: amor a los conocimientos. (En este grado el amor se desprende ya de la servidumbre de los seres humanos concretos.)
Cuarto, y supremo: amor a lo bello en sí, que se ofrece de súbito cuando se ha recorrido adecuadamente el camino anterior en todas sus etapas.  Es como una revelación de algo “maravilloso” (thaumastón), a lo cual se ordenan, como a su fin, todos los grados anteriores.  Esta belleza superior es, en una palabra, la Idea misma de lo bello (210 a, 210 e).

Platón, por boca de Diotima, enuncia los caracteres de esa belleza en sí, que no son otros que las propiedades ontológicas del mundo de las Ideas.  Esta belleza, en efecto, es eterna (aei on), inengendrada e imperecedera, sin aumento ni disminución; además, no es bella en este punto y fea en el otro, ni bella ahora y fea luego, ni bella en un cierto respecto y fea en otro, ni bella aquí y fea en otro lugar (como si fuese bella para alguien y fea para otro); por otra parte, no es susceptible de representarse con un rostro, o con manos, o con cualquier otro atributo corporal, ni tampoco como una cierta “razón” (logos) o ciencia (episteme), ni como existiendo en algún sujeto (por ejemplo, en algún viviente, o en la tierra, o en el cielo, o en cualquier otro lugar), sino que hay que representársela como siendo en sí y por sí misma, como una esencia o forma eternamente idéntica a sí misma (autú monoeides aei), y de la cual participan todas las demás cosas bellas, sin que, por lo demás, la generación ni la destrucción de éstas afecten para nada a lo bello mismo (211 a, b).

El eros es un impulso o fuerza ascensional que tiene su último término en la contemplación del mundo inteligible de las Ideas; su sentido es el de una liberación de lo sensible y corpóreo, y ésta se realiza mediante la forma suprema de conocimiento –la filosofía- cuyo órgano es el nus

Por otra parte, esta elevación intelectual lo es también en el orden del valor, de modo que la vida filosófica, movida por la fuerza del amor, es una especie de comunión en el Ser, el Bien y la Belleza.  Finalmente, el amor es misterio….

Antonio Rodríguez Huescar- Ed. Porrua

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