Entrada destacada

Cartas de los Mahatmas-fragmentos

Uno de  los  Maestros  dijo  que,  en  el  mundo  de  hoy,  donde  se  encuentran  tan  pocos  que  tengan   deseos   desinteresados  p...

domingo, 17 de junio de 2018

PLANOS DE CONCIENCIA


Tala:  un  cambio  para  mejorar.  Este  «mejor»  es  desde  el  punto  de  vista  de  la  materia,  en  que  más  materia  entra  en  ella,  es  decir,  la  materia  se  vuelve  más  diferenciada.  Este  es  un  término  oculto  antiguo. Su-Tala:  buen  lugar,  excelente. 

Kara-Tala:  algo  que  puede  ser  captado  o  que  haya  tocado  (de  Kara,  una  mano):  es  decir,  el  estado  en  el  que  la  materia  se  hace  tangible. Rasa-Tala:  el  lugar  de  los  gustos:  un  lugar  que  puede  ser  percibido  por  uno  de  los  órganos  de  los  sentidos. Maha-Tala:  lugar  exotéricamente,  muy  bueno.  Pero  esotéricamente,  un  lugar  como  todos  los  demás,  subjetivamente,  y,  potencialmente,  incluyendo  todo  lo  que  precede. Pa-Tala:  algo  bajo  los  pies  (de  Pada,  un  pie).  El  upadhi,  o  base,  de  nada.  Las  antípodas,  América,  etc. Tomando  esta  clasificación  Vedanta,  y  siguiendo  sus  correspondencias  en  los  Estados  de  la  Conciencia,  tenemos  lo  siguiente: 

Atala:  El  estado  Âtmico  o  lugar  Áurico.  Se  irradia  directamente  de  la  manifestación  periódica  de  lo  ABSOLUTO,  y  es  la  primera  cosa  en  el  Universo.  Su  correspondencia  en  el  Kosmos  es  la  jerarquía  de  los  no  sustanciales,  seres  primordiales,  no  es  un  lugar  sino  un  Estado.  Esta  Jerarquía  contiene  en  el  plano  primordial,  todo  lo  que  era,  es  y  será,  desde  el  principio  hasta  el  final  del  Mahâmanvantara;  todo  está  allí.  Esta  afirmación  no  debe,  sin  embargo,  interpretarse  en  el  sentido  de  fatalidad,  kismet:  este  último  es  contrario  a  todas  las  enseñanzas  del  Ocultismo.  Aquí  están  las  Jerarquías  de  los  Dhyani-Buddhas.  Su  estado  es  el  de  Pará-samâdhi,  del  Dharmakâya,  un  estado  donde  no  hay  progreso  posible.  Las  entidades  puede  decirse  que  se  cristalizaron  en  pureza,  y  en  homogeneidad. 
Imagen relacionada


Vitala:  Aquí  están  las  Jerarquías  de  los  Buddhas  celestiales,  o  Bodhisattvas,  que  se  dice  emanan  de  los  siete  Dhyâni-Buddhas.  Se  relaciona  con  el  Samâdhi  en  la  tierra,  y  la  conciencia  Búddhica  en  el  hombre.  Ningún  Adepto  puede  ser  superior  a  esto  en  vida:  si  se  pasa  al  Âtmico  o  Estado  Dharmakaya  (Âlaya)  no  puede  regresar  más  a  la  tierra.  Estos  dos  estados  son  puramente  híper-metafísicos. 

Sutala:  Un  estado  diferenciado  que  se  corresponde  en  la  tierra  con  el  Manas  Superior,  y  por  tanto  con  Sabda  (Sonido),  el  Logos,  nuestro  Ego  Superior.  Y  también  para  el  estado  Mânushya-Buda,  como  el  de  Gautama  en  la  tierra.  Esta  es  la  tercera  etapa  de  Samâdhi  (que  es  septenaria).  Aquí  pertenecen  las  Jerarquías  de  los  Kumaras  –los  Agnishwâttas,  etc.  

Karatala: Un  estado  que  se  corresponde  con  Sparúa  (tacto)  y  las  Jerarquías  de  etéreos  semi-objetivos  Dhyâni  Chohans  de  la  naturaleza  astral  del  Mânasa-Manas  –o  el  rayo  puro  de  Manas,  es  decir,  del  Manas  inferior  antes  de  mezclarse  con  Kama  (como  en  el  niño  pequeño).  Se  les  llama  Sparsa-Devas,  los  Devas  dotados  de  tacto.  (Estas  Jerarquías  son  progresivas,  la  primera  tiene  un  sentido,  la  segundo  dos,  y  así  sucesivamente  hasta  siete,  cada  uno  conteniendo  todos  los  sentidos  potencialmente  pero  no  desarrollados.  Sparsa  está  dotado  por  afinidad,  de  contacto). 

Rasâtala  o  Rûpatala  -.  (Rasâtala  es  un  velo  dentro  de  un  velo,  para  Rasa,  el  gusto,  pertenece  a  la  siguiente  Tala).  Este  estado  corresponde  a  las  jerarquías  de  Rûpa  o  Devas  de  la  Vista,  en  posesión  de  tres  sentidos:  vista,  oído  y  tacto.  Se  trata  de  entidades  Kâma-Mânásicas,  y  los  más  elevados  Elementales.  Como  las  Sílfides  y  Ondinas  de  los  Rosacruces.  Corresponde  a  la  Tierra  como  en  un  estado  artificial  de  la  conciencia,  como  la  producida  por  el  hipnotismo  y  las  drogas  (morfina,  etc.) 
Resultado de imagen de imagenes del cielo

Mahâtala: El  estado  que  corresponde  a  las  Jerarquías  de  los  Devas  Rasa  o  del  gusto,  y  que  incluye  un  estado  de  conciencia  que  abarca  los  cinco  sentidos  inferiores  y  las  emanaciones  de  la  vida  y  del  ser.  Corresponde  a  Kâma  y  Prâna  en  el  hombre,  a  las  Salamandras  y  Gnomos  en  la  naturaleza

Pâtâla  -.  El  estado  que  corresponde  a  las  Jerarquías  de  Gandha  (olor)  Devas.  El  inframundo  o  antípodas;  Myalba:  La  esfera  de  los  animales  irracionales,  que  no  tiene  sentido  salvo  el  de  la  auto-preservación  y  la  gratificación  de  los  sentidos,  también  de  los  seres  humanos  intensamente  egoístas,  despiertos  o  dormidos.  Esta  es  la  razón  por  Nârada  se  dice  que  visitó  Pâtâla  cuando  fue  condenado  a  renacer.  Informó  que  la  vida  allí  era  muy  agradable  para  aquellos  «que  nunca  habían  salido  de  su  lugar  de  nacimiento»,  que  eran  muy  felices.  Es  el  estado  terrenal,  y  se  corresponde  con  el  sentido  del  olfato.  Aquí  todos  son  dugpas  animales,  elementales  de  animales  y  espíritus  de  la  naturaleza.



H.P. BLAVATSKY
Collected  Writings  Vol.  XIIVi-

viernes, 15 de junio de 2018

El Gran Inquisidor -Dostoyesvski



Resultado de imagen de imagenes de cristo resucitado
Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: “No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe”. Tales fueron sus palabras al desparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él… Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto “¡Señor, dignáos, aparecérosnos!”, que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra.
Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam.
No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, “como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente”. No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años.
Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen.
El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: “¡Señor, cúrame para que pueda verte!” Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: “¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!”
Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros a un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad.
-¡Él resucitará a tu hija! -le grita el pueblo a la desconsolada madre.
El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño.
Pero la madre profiere:
-¡Si eres Tú, resucita a mi hija!
Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talipha kumi (Levántate, muchacha).
La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora.
En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile.
Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta… Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos.
-¡Prendedle! -les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo.
Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición.
Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda.
Muere el día, y una noche de luna, una noche española, cálida y olorosa a limoneros y laureles, le sucede.
De pronto, en las tinieblas, se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos de umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lentamente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta:
-¿Eres Tú, en efecto?
Pero, sin esperar la respuesta, prosigue:
-No hables, calla. ¿Qué podrías decirme? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Por qué has venido a molestarnos?… Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo… No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda…
Y el anciano, mudo y pensativo, sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave.
-El Espíritu terrible e inteligente -añade, tras una larga pausa-, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y la Escrituras atestiguan que te “tentó”. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo e aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres “tentaciones”. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios, es ya, por sí solo, un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, que forjárselas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: “Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura”, ¿crees que esa asamblea de todas las grandes inteligencias terrestres podría forjarse algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano, contingente, sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia.¿Quién tenía razón, di? ¿Tú o quien te interrogó?…
Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: “Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no les permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras.” Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que “no sólo de pan vive el hombre”, sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: “¡Nos ha dado el fuego del cielo!” Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que sólo hay hambrientos. “Dales pan si quieres que sean virtuosos.” Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos -huyendo aún de la persecución, del martirio-, para gritarnos: “¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!” Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: “¡Cadenas y pan!” Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca -¡nunca!- sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?… Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que -¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles!- nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz.
Como ves, la primera de la tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: “¡Adora a mi dios o te mato!” Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, diríase que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un libre amor, libremente seguido. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. ¿No se te alcanzaba que acabarías por desacatar incluso tu ejemplo y tu verdad, abrumado bajo la terrible carga de la libre elección, y que gritaría: “Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?” Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía… Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos -haciéndoles felices-: el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: “¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos.” Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo.
Cuando te dijeron, por mofa: “¡Baja de la cruz y creeremos en ti!”, no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseabas de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus bravatas son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son siempre unos chiquillos: se sublevan contra el profesor y le echan del aula; pero la revuelta tendrá un término y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos y ensangrienten la tierra: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero, al cabo, comprenderán que el que les ha creado rebeldes les ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia acrecerá su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla.
La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfecho del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata sólo de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma feble de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aun contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el “milagro”, el “misterio” y la “autoridad”. Y los hombres se han congratulado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Di, ¿hemos hecho bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal de que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos… Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Oye, pues: no estamos contigo, estamos con Él…; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo -¡ocho siglos!- que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluida; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste tal don? Aceptándole, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlán, los Gengis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos?
Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia -los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia-; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra “Misterio”. Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú te enorgullecerás de tus elegidos, pero son una minoria: nosotros les daremos el reposo y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos “fuertes” llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra ti las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Les convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no les engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios y exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros -los más-, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: “¡Sí, tenéis razón! Sólo vosotros poseéis su secreto y volvemos a vosotros! ¡Salvadnos de nosotros mismos!”
No se les ocultará que el pan -obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno- que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en panes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad -no, como Tú, el orgullo. Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con qué facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar -¡su naturaleza es tan flaca! Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente.
Todos los millones de seres humanos serán así felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz. pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la “copa del misterio” en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: “¡Júzganos, si puedes y te atreves!” No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes. Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho. Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de nonagenario. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice:
-¡Vete y no vuelvas nunca…, nunca!

Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad. El preso se aleja.
Resultado de imagen de imagenes de cristo resucitado



Recogido de: ciudadseva.com
Fedor Dostoyesvski

jueves, 14 de junio de 2018

EL LIBRO DE ENOCH

Resultado de imagen de IMAGENES DE ENOCH

El Libro  de  Enoch  se  ha  declarado  apócrifo.  Pero  ¿qué  es  un  apócrifo?. La etimología misma  de  la  palabra  muestra  que  es  sencillamente  un  libro  secreto, esto  es,  que pertenecía  al  catálogo   de   las   bibliotecas   de   los   templos   bajo    la   guarda de los Hierofantes  y  Sacerdotes  Iniciados,  y  que  no  fue  destinado  jamás  para  el  profano. Apócrifo viene del verbo crypto (crúptw)“ocultar”.  Durante  edades  el  Enoïchion, el Libro  del  Vidente,   fue   conservado  en   la   “ciudad  de  las  letras”  y  obras  secretas,  la antigua Kirjath–sepher, más tarde Debir. Algunos  de  los  escritores  interesados  en  el  asunto  (especialmente  los  masones)  han tratado de identificar  a  Enoch  con  Thoth  de  Memfis,  el  Hermes  griego,  y  hasta con  el Mercurio  latino.    Como  individuos, todos  éstos  son  distintos  uno  de  otro; profesionalmente (si podemos emplear esta  palabra  tan  limitada  ahora  en  su  sentido), todos pertenecen  a  la  misma  categoría  de  escritores  sagrados,  de  Iniciadores  y Recopiladores  de  Sabiduría  Oculta  y  antigua. Los  que  en  el   Korán  se llaman genéricamente los  Edris,  o “Sabios”,  los  Iniciados, llevaban  en  Egipto  el  nombre  de “Thoth”, el inventor  de  las  Artes y  de  las  Ciencias, de la escritura o de  las  letras; de  la Música  y  Astronomía.  Entre los  judíos,  Edris  se  convirtió   en  “Enoch”,  el  cual,  según Bar–Hebræus, “fue el primer inventor de la escritura”, de los libros, de las  Artes  y  de  las Ciencias, y el primero que redujo a un  sistema  el  progreso  de  los  planetas.  En Grecia fue llamado Orfeo, cambiando  así de  nombre  en  cada  nación.  Estando  el  número  siete relacionado con cada uno de estos Iniciadores primitivos, así como el número  365  de los  días  del  año,  astronómicamente,  esto  identifica  la  misión,  el  carácter  y  el  cargo sagrado de todos estos hombres, aunque ciertamente  no sus  personalidades. Enoch es el séptimo Patriarca; Orfeo es el poseedor del Phorminx, la lira de siete  cuerdas,  que  es el séptuple misterio de  la  Iniciación.  Thoth, con  el  Disco  Solar  de  siete  rayos  sobre  su cabezas  viaja  en  el  Barco  Solar  (los  365  grados),  aumentando  cada  cuatro  años  un  dí a (año  bisiesto).  Finalmente,  Toth–Lunus  es  el  Dios  septenario  de   los  siete  días,  o  la semana. Esotérica y espiritualmente, Enoïchion significa el “Vidente del Ojo Abierto”. La  historia  acerca  de  Enoch,  referida por  Josefo,  a  saber: que  había  ocultado  sus preciosos Rollos  o  Libros  bajo  los  pilares  de  Mercurio  o  Seth,   es   la  misma  que  se cuenta de  Hermes, el “Padre  de  la  Sabiduría”,  que  ocultó  sus  libros  de  Sabiduría  bajo una  columna,  y  luego,  descubriendo   las   dos   columnas  de  piedra,  encontró  la  Ciencia escrita en  ellas. Sin embargo,  Josefo,  a  pesar  de  sus  constantes  esfuerzos  en  pro  de  la inmerecida glorificación de Israel,  y  aunque  atribuye  esa  Ciencia  (o  Sabiduría)  al  Enoch judío, no  Israel,  y  no  obstante,  hace  historia. Habla   él  de estas  columnas como existiendo todavía  en  su  tiempo.  Nos  dice  que  fueron construidas  por  Seth,  y  así puede  haber  sido,  aunque  ni  por  el  Patriarca  de  este  nombre  (el fabuloso  hijo  de Adán), ni  por  el  Dios  de  la  Sabiduría  egipcio  –Teth,  Set,  Thoth,  Tat,   Sat (el último Sat–an), o Hermes, los cuales son todos uno– sino por los “Hijos  del  Dios–Serpiente”, o “Hijos  del  Dragón”, nombre  bajo  el  cual  eran conocidos  los  Hierofantes  de  Egipto   y Babilonia antes del Diluvio, como lo fueron sus antepasados, los Atlantes. Lo que Josefo por  tanto  nos  dice,  exceptuando  la  aplicación que  hace  de  ello,  debe ser verdad alegóricamente. Según  su  versión,  las  dos   famosas   columnas  estaban enteramente cubiertas de jeroglíficos, los cuales, después de su  descubrimiento, fueron copiados  y  reproducidos  en  los  lugares  más  recónditos  de  los  templos secretos  de Egipto,  y  se   convirtieron así  en  la  fuente    de su  Sabiduría  y  conocimientos excepcionales. Estas  dos  “columnas”,  en  todo  caso,  son  los  prototipos  de  las  “dos tablas de piedra”, talladas por Moisés por orden del “Señor”.  De  aquí  que,  al  decir  que todos  los  grandes Adeptos  y  Místicos  de  la  antigüedad  (tales  como  Orfeo,  Hesiodo, Pitá tenga razón  en  un  sentido,  y  cometa  un error  en  otro.  La  Doctrina Secreta  nos  enseña que  las  Artes,  las  Ciencias,  la  Teología  y  especialmente  la  Filosofía  de  todas las naciones que precedieron al último Diluvio universalmente conocido, pero  no  universal, habían  sido  registradas  ideográficamente de los anales  orales  primitivos  de  la  Cuarta. Khanoch  o  Hanoch,  o  Enoch esotéricamente, significa  el  “Iniciador”  y  “Maestro”, así  como  Enos,  el Hijo del Hombre” Raza,  la  cual  los  había  heredado  de  la  primitiva  Tercera Raza–Raíz,  antes   de   la  Caída alegórica.  De  aquí,  también,  que  las  columnas  egipcias,  las  tablas,  y  hasta  la  “piedra blanca  de  pórfido  oriental ”de  la  leyenda  masónica  –la  cual  Enoch  ocultó  antes  del Diluvio en las entrañas  de  la  Tierra,  temiendo  que  los  verdaderos  y  preciosos  secretos se  perdiesen–  fuesen  simplemente  copias  más  o  menos  simbólicas  y  alegóricas  de  los Anales primitivos. 

El Libro de Enoch es una de  tales  copias; y  además,  es  un  compendio caldeo  ahora  muy  incompleto. Como  ya  se  ha  dicho,  Enoïchion significa  en  griego  el“Ojo Interno”o  el  Vidente;  en  hebreo,  con  la  ayuda  de  puntos  masotéricos,  significa  el“Iniciador” e “Instructor” (Krnc). Enoch es un  título  genérico;  y,  además,  su  leyenda  es  la de otros varios profetas, judíos y paganos, con diferencias de detalles recogidos, siendola  forma  fundamental  siempre  la  misma.  Elías  es  también  llevado  “vivo”  al  Cielo;  y  el Astrólogo  de  la  corte  de  Isdubar,  el  Hea–bani  caldeo, es  igualmente elevado  al  Cielo por el Dios Hea, que era supatrón, como Jehovah lo era de Elías, cuyo nombre  significa en hebreo  “Dios–Jah”,  Jehovah   (hyla),   y   también   de  Elihu, que tiene   el   mismo significado. Esta   clase   de   muerte   fácil,   o   eutanasia, tiene   un   sentido  esotérico. Simboliza  la  “muerte”  de  cualquier  Adepto  que  ha  alcanzado  el  poder  y  el  grado,  así como  la  purificación,  que  le  permite  “morir”  en  el  Cuerpo Físico  y  seguir  empero viviendo con vida consciente en su Cuerpo  Astral.  Las  variaciones  sobre  este  tema  no tienen fin, pero el significado secreto  es siempre  el  mismo.  La  expresión  de  Pablo de “que  él  no  vería  la  muerte” (ut non videret  mortem), tiene por tanto   un   sentido esotérico, pero  nada  de sobrenatural. La  maltrecha  interpretación  que  se  da  a  algunas alusiones bíblicas al efecto de que Enoch, “cuya edad igualará  a  la  del  mundo”  (del  año solar de  365  días),  compartirá  con  Cristo  y  el  profeta  Elías  los  honores  y  la  dicha  del último Advenimiento y de la destrucción del Anticristo significa, esotéricamente, que algunos de los Grandes Adeptos volverán en la  Séptima  Raza,  cuando  todo  error haya sido  desvanecido,  y  el  advenimiento  de  la  VERDAD sea   proclamado   por   aquellos Shishta, los santos “Hijos de la Luz”. La Iglesia latina no es siempre lógica, ni prudente. Declara apócrifo el Libro  de  Enoch,  y ha  ido  hasta  pretender  por  medio  del  Cardenal  Cayetano  y  otras  lumbreras  de  la Iglesia, la repudiación del Canon del mismo Libro de Judas, quien, por otra  parte,  como apóstol inspirado, hace  citas  del  Libro  de  Enoch,  que  se  considera  como  una  obra apócrifa, santificándolo  de  este  modo. Afortunadamente,  algunos  de  los  dogmáticos percibieron  el  peligro  a  tiempo. Si  hubiesen  aceptado  la  decisión  de  Cayetano,  se hubieran visto obligados a  rechazar también el Cuarto Evangelio; pues  San  Juan  toma literalmente de Enoch toda una sentencia, que pone en boca de Jesús Ludolf,   el   “padre   de   la   literatura   etíope”,  encargado   de  investigar   los   diversos manuscritos Enochianos presentados  por  Pereisc,  el  viajero,  a  la  biblioteca Mazarine declaró que ¡”entre los abisinios no podía haber ningún Libro  de  Enoch”! Investigaciones y    descubrimientos    posteriores    echaron    por    tierra    esta    afirmación demasiado dogmática, como  todos  saben.  Bruce  y   Ruppel  encontraron  el  Libro de  Enoch en Abisinia, y lo que es más, lo trajeron a Europa unos años después, y  el  obispo  Laurence lo  tradujo.  Pero  Bruce  despreciaba  su  contenido  y  se  burlaba  de  él;  como  hicieron todos los demás hombres de ciencia. Declaró él que era una obra gnóstica referente a  la Época de los Gigantes que  devoraban  hombres  y  que  tenía  una  gran semejanza  con  el Apocalipsis . ¡Los Gigantes! ¡Otro cuento de hadas! Pero  no  fue  ésta,  sin embargo,  la  opinión  de  todos  los  mejores críticos. El  doctor Hanneberg coloca  al  Libro  de  Enoch  en el mismo  lugar  que  el  Libro Tercero  de  los Macabeos, a la cabeza de la  lista de aquellos cuya  autoridad  se  halla  más  cerca  a  la  de las obras canónicas. Verdaderamente, “¡cuando los doctores no están de acuerdo...!” Como  de  costumbre,  sin embargo,  todos  tienen razón  y  todos   se  equivocan.   El aceptar a Enoch como un carácter bíblico, como una persona sola viva, es lo  mismo  que aceptar  a  Adán  como  el  primer  hombre. Enoch  fue  un  término genérico aplicado  a docenas de individuos, en todos tiempos y épocas, y en toda raza y  nación.  Esto  puede inferirse fácilmente del  hecho  de  que  los  antiguos  talmudistas  y  los  maestros   de Midrashismo  no  están  generalmente  de  acuerdo  en  sus  opiniones sobre Hanokh,  el Hijo de Yered. Algunos dicen que  Enoch  fue  un  gran Santo,  amado  de  Dios  y  “llevado vivo  al  cielo”, esto  es,  que  alcanzó  Mukti  o  el  Nirvâna  en  la  Tierra,  como  lo  hizo Buddha  y  lo  hacen  otros  aún;  y  otros  sostienen que  fue  un  brujo,   un  mago  malvado. Esto  muestra  que  “Enoch”, o  su  equivalente,  era  un  término,  aun  en  los  días  de  los últimos talmudistas, que significaba “Vidente”,  “Adepto  de  la  Sabiduría  Secreta”,  etc., sin ninguna especificación del carácter del portador del título. Josefo, hablando  de  Elíasy de Enoch observa que: Está escrito en los libros sagrados que desaparecieron ellos [Elías  y  Enoch], pero  de  modo que nadie sabía que hubieran muerto.  Lo cual significa sencillamente que habían muerto en sus  personalidades;   como mueren los Yogis hasta hoy en la India, y aun algunos monjes cristianos para  el  mundo. Desaparecieron ellos de la vista de los hombres y murieron (en el plano  terrestre)  hasta para  sí  mismos.  Esto  parece  un  modo   figurado   de  hablar,   pero,   sin embargo,   es literalmente verdad. “Hanokh  comunicó  a  Noé   la ciencia del cálculo (astronómico)  y  del  cómputode    las    estaciones”,  dice    el Pirkah de Midrash, atribuyendo R. Eliezar a Enoch lo que otros atribuyeron a Hermes Trismegisto; pues  los dos  son idénticos  en su sentido esotérico.  En este caso “Hanokh” y su  “Sabiduría” pertenecen al  ciclo  de la Cuarta  Raza  Atlante,  y  Noé  al de la Quinta.  En  este sentido  ambos  representan Razas  Raíces:  la  presente  y   la que   le  precedió. En otro sentido, Enoch   desapareció,“se  fue  con  Dios,  y  no  existió más  porque   Dios  se  lo  llevó”; refiriéndose la alegoría a la  desaparición  del  Conocimiento  Sagrado  y  Secreto  de  entre los hombres; pues “Dios” (o Java–Aleim, los altos Hierofantes,  los  jefes  de  los Colegios de  Sacerdotes  Iniciados) se  lo  llevaron  consigo;  en  otras  palabras, los  Enoch  o  los Enoïchions,  los  Videntes  y  su  Conocimiento  y  Sabiduría, confináronse estrictamente  a los Colegios Secretos de los Profetas, para los judíos, y a los Templos para los gentiles.  El Zohar dice: “Hanokh tenía un libro que era uno con  el Libro  de  las  Generaciones  de  Adán; éste  es  el Misterio de la Sabiduría”. Noé  es  heredero  de  la  sabiduría  de  Enoch;  en  otras  palabras,  la  Raza  Quinta  es  la  heredera  de  la Cuarta.  Enoch, interpretado con sólo la ayuda de la clave simbólica, es el tipo de  la  naturaleza doble del hombre, espiritual y física. "


fragmento de DOCTRINA SECRETA
H.P. BLAVATSKY