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lunes, 20 de noviembre de 2017

Sobre la Dignidad humana de Pico de la Mirandola



Pero, finalmente, me parece haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado de todos los seres animados y digno, por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en qué consiste la suerte que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las bestias, sino para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda! ¿Y por qué no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?

Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía, oído benigno a este discurso mío.

Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de arcana sabiduría esta mansión mundana que vemos, augustísimo templo de la divinidad.

Había embellecido la región supraceleste con inteligencia, avivado los etéreos globos con almas eternas, poblado con una turba de animales de toda especie las partes viles y fermentantes del mundo inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo (como Moisés y Timeo lo testimonian) pensó por último en producir al hombre.

Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia al nuevo hijo, ni sitio alguno en todo el mundo donde residiese este contemplador del universo. Todo estaba distribuido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera sido digno de la potestad paterna el decaer ni aun casi exhausta, en su última creación, ni de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto, ni de su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia divina en los otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo.

Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida y, habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:
-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que Son divinas.

¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha sido concedido el obtener lo que desee, ser lo que quiera!

Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan consigo del vientre materno, como dice Lucilio, todo lo que tendrán después. Los espíritus superiores, desde un principio o poco después, fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su nacimiento, el padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos. Y si fueran vegetales, será planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal celeste; si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformado en un espíritu a solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre todas las cosas, las sobrepujará a todas.

¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién admirará más cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el Ateniense, en razón del aspecto cambiante y en razón de una naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando dice que en los misterios el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la más secreta teología hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado "malakhha-shekhinah", ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos transforman a los malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A imitación de lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina acaba por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta, sino su naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia de labor, sino el alma bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la recta razón, ni la separación del cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia espiritual.

Por ello, si ves a alguno entregado al vientre arrastrarse por el suelo como una serpiente no es hombre ése que ves, sino planta. Si hay alguien esclavo de los sentidos, cegado como por Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales halagos, no es un hombre lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne todas las cosas, venéralo: es animal celeste, no terreno. Si hay un puro con templador ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la mente, éste no es un animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de carne humana.

¿Quién, pues, no admirará al hombre? A ese hombre que no erradamente en los sagrados textos mosaicos y cristianos es designado ya con el nombre de todo ser de carne, ya con el de toda criatura, precisamente porque se forja, modela y transforma a sí mismo según el aspecto de todo ser y su ingenio según la naturaleza de toda criatura.

Por esta razón el persa Euanthes, allí donde expone la teología caldea, escribe: "El hombre no tiene una propia imagen nativa, sino muchas extrañas y adventicias". De aquí el dicho caldeo: "Enosh hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante.

Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que comprendamos, desde el momento que hemos nacido en la condición de ser lo que queramos, que nuestro deber es cuidar de todo esto: que no se diga de nosotros que, siendo en grado tan alto, no nos hemos dado cuenta de habernos vuelto semejantes a los brutos y a las estúpidas bestias de labor.

Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho del profeta Asaf: “Ustedes son dioses, hijos todos del Altísimo”. De modo que, abusando de la indulgentísima liberalidad del Padre, no volvamos nociva en vez de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido. Invada nuestro ánimo una sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más altas, de esforzamos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos.

Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las astrales y, abandonando todo lo mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca del pináculo de Dios. Allí, como enseñan los sacros misterios, los Serafines, los Querubines y los Tronos ocupan los primeros puestos. También de éstos emulemos la dignidad y la gloria, incapaces ahora desistir e intolerantes de los segundos puestos. Con quererlo, no seremos inferiores a ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran y cómo viven su vida.

Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo), habremos igualado ya su suerte. Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el Querubín con el esplendor de la inteligencia; está el trono en la solidez del discernimiento. Por lo tanto, si, aunque entregados a la vida activa, asumimos el cuidado de las cosas inferiores con recto discernimiento, nos afirmaremos con la solidez estable de los Tronos. Si, libres de la acción, nos absorbemos en el ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor y en el Hacedor la obra, resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo por el amor del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos inflamaremos en aspecto seráfico.

Sobre el Trono, vale decir, sobre el justo juez, está Dios, juez de los siglos. Por encima del Querubín, esto es, por encima del contemplante, vuela Dios que, como incubándolo, lo calienta. El espíritu del Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, digo, que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios con himnos antelucanos. El seráfico, esto es, amante, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.

Grande es la potestad de los Tronos y la alcanzaremos con el juicio; suya es la sublimidad de los Serafines y la alcanzaremos con el amor.

Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que vio y promulgó al pueblo, como juez, lo que primero había visto en el monte. He aquí por qué está el Querubín en el medio, con "su luz que nos prepara para la llama seráfica" y, a la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.

Este es el nudo de las primeras mentes, el orden paládico que preside la filosofía contemplativa: esto es lo que primero debemos emular, buscar y comprender para que así podamos ser arrebatados a los fastigios del amor y luego descender prudentes y preparados a los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la vida querubínica, el precio de tal operar es éste: tener claramente ante los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto inalcanzable, somos carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los antiguos Padres, los cuales pueden ofrecemos un seguro y copioso testimonio de tales cosas, para ellos familiares y allegadas.

Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, qué fue lo que hicieron los ejércitos de los querubines cuando él fue arrebatado al tercer cielo. Nos responderá como interpreta Dionisio: que se purificaban, eran iluminados y se volvían finalmente perfectos.

También nosotros, pues, emulando en la tierra de la vida querubínica, refrenando con la ciencia moral el ímpetu de las pasiones, disipando la oscuridad mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que los afectos no se desencadenen ni la razón delire.

En el alma entonces, así compuesta y purificada, difundamos la luz de la filosofía natural, llevándola finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.

Fragmentos del DISCURSO SOBRE LA DIGNIDAD HUMANA de
PICO DE LA MIRANDOLA

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